Era
una mañana fresca, no hacía mucho calor pero ella solo estaba tapada con una
sábana blanca. Las ventanas estaban cerradas en su habitación y la gruesa y
oscura cortina impedía el paso de la luz. La habitación estaba sumida en una
penumbra casi tan oscura como la oscuridad.
La
dulce mujer seguía en un plácido sueño, parecía que el más mínimo ruido la
despertaría.
Su cuarto estaba desordenado, algunos libros,
ropa sucia, papeles y tazas vacías en las que se había tomado una chocolatada.
La puerta estaba abierta, el ruido proveniente de las otras habitaciones se
escuchaban a la lejanía. Pero uno en particular. Uno se acercaba.
Cuando
estuvo demasiada cerca, logró hacer que la hermosa muchacha, de cabellos
castaños y piel pálida, se despertara alterada.
Al
principio a la señorita le costó ver en la penumbra. Sin contar que hace
milisegundos se había despertado.
Frente
a ella había un hombre parado, con un pasamontañas negro, un suéter que
combinaba y un jean azul. Parpadeó varias veces para terminar de verlo, se
refregó los ojos y se quedó pasmada cuando pudo ver bien.
La
estaba apuntando con un arma. Ella no tuvo ni tiempo de gritar que una bala se
incrustó en su frente. Cayó sobre la cama mientras un manchón de sangre se
expandía.
La
mujer se estaba sumiendo en un profundo sueño, el de la muerte.
Se
despertó en una pradera. Aún llevaba el pijama. Era un vestido sencillo que le
quedaba demasiado corto y un short viejo. Así era ella. Desentonaba
completamente con la pradera.
Un
viento cálido y seco comenzó a soplar, el césped comenzó a moverse hacia donde
el viento empujaba, se movía con violencia. Como si el cálido viento hubiese
arrasado con toda la humedad del lugar, el pasto comenzó a secarse, a tornarse
amarillento. Ahora la hermosa pradera se encontraba seca y calurosa.
El
viento se detuvo, pero el calor no cesó. Tal vez fue por las altas temperaturas,
o el sol que azotaba sobre el pasto seco. Pero todo comenzó a arder en llamas.
El
fuego se desataba y avanzaba a espaldas de la muchacha que ya había comenzado a
correr. Una nube de humo negro tapó el cielo cubriéndolo todo de
oscuridad.
La
muchacha ya no sabía hacia donde huir, la oscuridad no le permitía ver hacía
adelante. De pronto las llamas comenzaron a acercarse y a iluminarlo todo, ya
estaba rodeada.
Se
tiró al suelo y comenzó a gritar, para salir de esa pesadilla, de esa
no-realidad.
Si
ya estaba muerta ¿Volvería a morir? ¿Se iría al infierno al ser atrapada por
las llamas?
Por
causas no naturales, de las nubes de humo comenzaron a caer gotas. Comenzó a
llover.
Lentamente,
mientras las nubes se condensaban, iban desapareciendo dejando que rayos de luz
se filtraran a través de ellas. Mientras que las llamas iban extinguiendo.
Era
un milagro, se había salvado. En minutos las nubes habían desaparecido, las
llamas se habían apagado y todo quedó como antes. Claro que la hermosa pradera
ahora estaba arrasada, pero al menos había una mínima sensación de paz.
Siguió
caminando, recto. Sin ningún destino.
Caminó
durante bastante tiempo. Hasta que llegó a un hermoso árbol, gigantesco. A
medida que se había alejado de la zona de las llamas, la flora se veía más
viva.
Bajo
el árbol había alguien, parecía estar esperándola. Parecía impacientado.
Cuando
ella por fin llego al pie del árbol junto al hombre, el ambiente se llenó de
incomodidad.
-Te
esperé demasiado- dijo sin ninguna expresión, con la voz seca. Como si no hubiese
hablado durante mucho tiempo.- Es hora de que te enteres la verdad, es hora de
que sepas que nada es como creías. No hay cielo, no hay infierno. Solo hay vida
y hay muerte. Y la muerte no es lo que parece.
-No…
no te entiendo- logró articular. No había oído su voz en mucho tiempo o al
menos parecía que había pasado mucho tiempo. Eso la había sorprendido.
El
viento seco y caluroso volvió a soplar, y a secar la vegetación otra vez. La
muchacha cerró los ojos para cubrirse del viento que la golpeada directamente
en el rostro.
Cuando
cesó y pudo abrir los ojos, el hombre ya no era lo que era.
Su
piel, se veía escamosa y verde. Su rostro se había estirado y era mucho más alto.
-A
dónde vas, traes destrucción.
El
árbol también se secó, sus hojas cayeron y el tronco reseco pareció envejecer
mil años.
A
lo lejos el muro de llamas volvía a llegar. La mujer comenzó a correr
desesperada, con el monstruo detrás de ella. Se movieron a tiempo justo cuando
el tronco cayó desquebrajándose.
La
tierra parecía temblar, las llamas los rodearon a ambos y las nubes de humo
taparon el cielo. Una roca salió de debajo de la tierra, quebrando el suelo. En
la punta de la piedra una espada estaba
apoyada en ella.
La
piedra era pequeña, habría medido un metro y medio de altura cuanto mucho. Pero
al haber salido de debajo de la tierra produjo un levantamiento.
Estaba
justo en medio del círculo de llamas, a la misma distancia de la mujer que del
hombre. Ella no lo dudo y salió
corriendo hacia la espada. El humo parecía haber atontado al monstruo por lo
que tardó en reaccionar. La mujer tomó la espada primero, se veía más pesada de
lo que era.
Ni
bien ella había tomado la espada se alejó de la piedra al tiempo en el que el
monstruo cayó en ella de un salto. La piedra se había rajado. La bestia volvió
a saltar, pero esta vez en dirección a ella.
Como
un autoreflejo sacudió la espada de un lado al otro y la bestia terminó cortada
al medio.
La
mujer miró por última vez las nubes, algo le decía que no volvería a llover
como antes. Tal vez lo de antes solo fue para que apresurara el paso y llegara
más rápido con el hombre-monstruo.
Inmediatamente,
luego de mutilar al monstruo, lanzó la espada lejos de ella, se miró las manos.
Estaban manchadas en sangre, no literalmente. El calor y el humo la estaban
sofocando.
La
roca se partió y se hundió en la tierra, dejando un hueco. Un hueco del cual
una hermosa sensación de frio salía. La mujer se acercó con delicadeza. Había
una escalera que bajaba y se perdía en la oscuridad. Gritos de pena y de dolor
se oían en las profundidades. ¿Pero que
podía hacer ella? Era su única salida.
Antes
de bajar se preguntó si sería ese el infierno. Ella siempre se imaginó al
infierno frio. Un frio que te quema, algo raro. Se preguntó si tal vez no debió
haber matado al monstruo y si de no haberlo hecho tal vez si hubiese ido al
cielo. Pero las palabras del monstruo volvieron a su cabeza “No hay cielo, no
hay infierno”.
Con
estas últimas palabras resonando una y otra vez en su mente bajó las escaleras
con cuidado pero rápido.
Se
vio obligada a apresurarse cuando las llamas comenzaron a bajar y las escaleras
a derrumbarse detrás de ella. No querían que volviera.
Unos
ruidos familiares se escucharon, ruidos que jamás olvidaría. Esos que había
escuchado antes de morir, esos que la habían despertado de su placido sueño.
Pero
los ruidos no la distrajeron, siguió bajando, cada vez más rápido. Las llamas
ya habían dejado de seguirla, pero las
escaleras seguían cayéndose.
A
los lados no parecía haber nada más que vacío, por lo que procuró no caerse.
Cuando por fin llego al final se dio cuenta que no había nada. Solo otras tres
escaleras apuntando a diferentes puntos. Y esas escaleras terminaron de caer
junto con la otra, por la que ella había descendido. Estaba parada en la nada misma. Oscuridad y
frio.
Hasta
que cayó. Comenzó a caer por un vacío que parecía no terminar jamás. Ella creyó
que nunca terminaría de caer.
Hasta
que despertó en su cama, con un ruido familiar que se venía acercando. Eso ya
lo había vivido. Lo estaba viviendo otra vez. Era una mañana fresca, no hacía
mucho calor.
Las
ventanas estaban cerradas en su habitación y la gruesa y oscura cortina impedía
el paso de la luz. La habitación estaba sumida en una penumbra casi tan oscura,
como la oscuridad.
Aunque
todavía no veía del todo bien, ya que recién se había despertado, se levantó y
se hizo a un lado. Justo cuando el primer disparo salió despedido de la pistola
del atacante.
Se
lanzó sobre él y comenzaron un forcejeo. Pero el hombre era más fuerte.
Logró
liberar el agarre de la mujer y dio un disparo rápido. Ese disparo fue a parar
en el abdomen de la muchacha que cayó otra vez en la cama.
La
cama comenzó a teñirse con un gran manchón de sangre. Mientras que la mujer se
sumía en un profundo sueño. El de la muerte, otra vez.
Se
despertó en una pradera y aún llevaba el pijama puesto. Tal vez iría por una
tercer oportunidad.
-JULE